¡Viva la Insanidad Pública!



No, no me confundí. No es que me haya despertado con los cables cruzados y haya escrito mal el título de la entrada. Todo lo contrario, la he escrito perfectamente. Esta fue una de las ideas que hace meses me viene rondando la cabeza para crear este blog, así que le voy a dedicar la entrada pertinente.

Hará un mes y medio, acompañé a una mujer al hospital porque se tenía que hacer una revisión. A la residencia, no al ambulatorio. La mujer se sentía muy mal y yo intentaba animarla, darle conversación, intentar que se distrajese pero ella misma se abstraía en su malestar, aislándose de cuanto la rodeaba. Una vez entramos en la consulta, dicha mujer expresó su malestar y la doctora, una mujer muy cariñosa y amable por cierto, decidió internarla por urgencias para comprobar su estado. En teoría debería haber vuelto al día siguiente, pero como la mujer está imposibilitada optó por hacerlo en el día.

Se podría decir que oficialmente aquí fue donde comenzó mi larga reflexión sobre la sanidad pública. Todo aquel que va a un ambulatorio con una cita, que si no es preferente de hace poco será de hace meses, se encontrará con salas de espera abarrotadas, llenas de gente de todas las edades. Abrirá la consulta un médico cargado con diez carpetas y un largo día por delante. Dependiendo en la sección donde sea la consulta o si se tiene que realizar pruebas, lo habitual sera el paso de camillas o sillas de ruedas. Eso solo en la sección de pruebas y consultas, aún no hemos llegado a urgencias.

Una vez vamos a esta parte del hospital, una persona con un grado elevado de empatía emocional se ve bombardeado por las situaciones que lo rodean. Si tiene el escudo apropiado (en mi caso, lo admito, tenía un libro que por consejo de mi madre me había llevado ante la larga espera) puede llevarlo mejor. Primero aguardar en silla de ruedas hasta que la llevaron a la pertinente sala donde iniciaron las pruebas. Al principio uno habla con las enfermeras, mujeres que a pesar de sus prisas se muestras muy simpáticas y amables con alguien que aprovecha la situación para amenizarla aprendiendo sobre sueros y alimentación intravenosa.

Pero cuando acaba eso, se va a la sala de esperas.

El nombre es perfecto. Porque no se hace otra cosa que esperar largamente mientras ves como sillas y camillas pasan de un lado al otro de forma continua, como las familias se van moviendo con unas prisas descomunales en todo momento. Luego vienen pruebas y más pruebas, movimiento aquí y allá y por fin, la tumban en una camilla para tratarla. Pero si en algún momento piensas que van a hacerlo de inmediato estás muy equivocado, amigo mío. El celador/enfermer@ coge su camilla y la empuja, pasando por la anterior sala de espera (que continúa abarrotada) hasta llegar a una sala llena de camillas donde tiene que ir moviendo tres o cuatro para hacerle un hueco. En una zona con cortinas, donde el espacio es para cuatro cómodas camillas, hay ocho.

OCHO.

¿Lo estáis viendo como yo? Una diminuta sala de espera donde no hay sillas casi, porque cualquier hueco es indispensable, ocho camillas se apretan las unas contra las otras porque no hay sitio para más. Ya no hay amables enfermeras de sonrisa tranquilizadora, ahora los médicos tienen caras largas y profundas ojeras. Sus movimientos siguen siendo rápidos, pero se nota un trabajo de horas y horas, varias guardias sobre los hombros y personas que se siguen acumulando, algunas dóciles y otra en lo absoluto.

Si permaneces sentado con un libro en las manos, en absoluto silencio y te limitas a observar de reojo, ves como se acelera todo ese proceso. Médicos corriendo, camillas siendo atendidas, familiares con sonrisas huecas y miradas temerosas animando al ser querido para que no se preocupe. ¿Y estos últimos? Llenos de dolor, cansancio, medicamentos diciendo frases como "más me valdría morir que seguir aguantando esto".

¿Cuántas veces lo habré escuchado en todas las horas que pasé en aquel hospital?

A la hora de verdad, nadie quiere morir, pero ellos son los que al recibir todos los cuidados, están cansados ya. Cientos de pastillas, inyecciones, tratamientos para alargar una vida llena de achaques. Hemos mejorado la esperanza de vida haciendo que una mujer en los "setenta" aún sea joven y que otra a los "noventa" se conserve perfectamente. Pero, ¿a qué precio? ¿Hemos hecho bien en mejorar la cantidad y no la calidad? Yo aún ando en mi veintena y miro a esas personas y digo, ¿este es el futuro que me espera?

No es una imagen prometedora. En lo absoluto. Tirado en una camilla, apretado entre desconocidos y sufriendo unos dolores constantes, consumiento veinte pastillas diarias para vivir un solo día más. ¿Esto es lo que ahora consideramos, VIDA? Quizá me equivoque, pero hasta ahora lo tomábamos como esa experiencia maravillosa. El final de la misma no debería ser así. No voy a entrar en un enorme debate, solo diré que por lo menos tendría que ser indoloro.

Ese fue mi pensamiento durante largas y largas horas sentada en una incómoda silla de hospital con una novela distópica en las manos. Todos queremos que nuestros seres queridos vivan más, que estén más tiempo a nuestro lado, pero que lo hagan bien. De todas formas, esta no es una crítica a la medicina que hace sus grandes avances por solucionar los problemas que nos perjudican a cada uno de nosotros. Tampoco lo es al personal médico, que se rompen las espaldas para ayudar a la ingente cantidad de personas que atiborran las salas de espera y urgencias.

Mi crítica va al Gobierno. ¿A quién más si no? Ya bastante malo es observar el avance de la edad como para ver como se trata a las personas como animales, juntándolos, apretándolos entre sí. Las salas de espera no tendrían que ser huecos diminutos con nueve o diez camillas, dos sillas de ruedas y familiares, donde tres enfermeras y dos celadores corren de una a otra intentando llevarlos a sus pruebas y diagnósticos. El hospital debería tener camas para todos, médicos para todos, posibilidades para todos. En resumen, si nos estamos muriendo como animales en el matadero es porque no nos permiten soportar mejor ese final que todos tememos. Esas personas octogenarias, aplastadas por sus achaques y por toda una vida de trabajo no pensarían que lo mejor que les puede pasar es morirse si tuvieran un trato adecuado, si fuera algo inmediato.

Nos están matando de la mejor forma que conocen: no curándonos.

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